Estimadas señoras, estimados señores: servidor nació más bien torpe y descoordinado por naturaleza. La inteligencia espacial, lateralidad y capacidad de representación de objetos en el espacio que tiene uno es más bien limitadita, dándose la circunstancia, poco habitual de haber sido un niño que, atesorando excelentes notas en casi todas las asignaturas, tenía que amargarse el verano y comerse la bronca por no haber aprobado, adivinen… plástica y visual.
Aquello de hacer una palmatoria de barro para el día del padre o un muñequito de fieltro sobre una estructura de rollos de papel higiénico para el día de la madre siempre me pareció algo así como un castigo inmerecido.
¿Para qué cojones querría mi padre un cenicero-palmatoria y por qué diantres tenía mi madre que dedicarse a frotar a mano el desastre de manchas que dejaba en mi ropa tan futil actividad? Y ¿por qué molestarse en hacer estas gilipolleces que acaban en el contenedor de lo no reciclable o formando parte de un barato en un rastrillo de caridad?
Yo no tenía ni idea de amasar barro, ni ganas. En cambio, tenía un diario que había comenzado a escribir por consejo de mi Abuela, que iba ya por el volumen LXVIII del suyo, así que en vez de hacer un cenicero-palmatoria, era capaz de escribir toda una disertación filosófica sobre la insoportable levedad de hacer artesanías para el día del padre.
Queda meridianamente claro, pues, que lo mío no era el arte, ni ser tornero de precisión ni pintor ni chapista. Tampoco ningún deporte que necesitara de una gran coordinación, como el patinaje artístico o el tenis. Lo mío era escribir y jugar al rugby.
Y no es que el rugby no exija una prolija sabiduría del cuerpo. Yo llamo al ruck el ballet de huesos. Equivócate de hombro para placar y verás la risa. Pon el cuello en sentido equivocado en la melé, y las consecuencias pueden ser terribles. Aprovecho desde aquí para tener un gesto de ánimo y de apoyo hacia aquellos que han sufrido terribles lesiones por un error de cálculo o por la estupidez congénita de algún que otro eunuco mental que confunde nuestro deporte, que es un deporte de abrazos, con una excusa para desfogar su odio y su psicoptía.
Me acordé de todo esto en mi último entrenamiento donde, tras muchos gestos técnicos mal interpretados por mi parte, y tras tener que recibir consejos de los más expertos, que tratan con jobiana paciencia de pulir mi forna corajuda pero un poco absurda de entender el juego de ataque, recibí una congratulación del entrenador.
¿Por qué me felicitó? Por hacer el mal. ¿Y cuál es el mal que hice? Hacer caso omiso de la coreografía que planteaban mis compas.
Cayó la pelota entre mis manos y vi la puerta entornada. No abierta. Entornada.
Entornada quiere decir: dos defensas, de los cuáles uno deja hueco y el otro va en tu trayectoria pero de refilón. Una evaluación rápida del impacto daba como resultado que esa puerta podía abrirse por el módico precio de media hostia. No una, sino media. Así que para romper la defensa, solo era cuestión de aprovechar el despiste del defensor izquierdo y ocupar el medio cuerpo que dejaba el derecho sin darle tiempo a armar el hombro correcto. Así que TPL (to p’alante) y a hacer la del Duende Tortuga. A la mierda el plan de ataque.
Mis compañeros me regañaron por esta manía que tengo de estropearlo todo, pero el Míster vino en mi ayuda. ‘Ven? Rugby de toda la vida. A cabezazos. Bien. De qué trataba el ejercicio? De romper la defensa. Si ves el hueco, lo atacas. Punto’.
Me encanta la forma modular y evolutiva en que ve Fernando López el arte de entrenar rugby. Aprendemos juego moderno y elaborado, pero si el rival deshace la estrategia, o si el azar lo propicia, volvemos al ABC del rugby de toda la vida: atacar al hueco, fijar y pasar o comerse la hostia.
Toda la vida es eso. ‘Tenía planes para todo y al final hice lo que pude con la gente que estaba cerca y me dio su apoyo’. El rugby no para de enseñarnos cosas, y Fernando tampoco.
¿Y por qué les cuento esta milonga? Porque el noble juego peligra. La profesionalización ha ayudado,sin duda, a promocionar globalmente el rugby, y ha resuelto la ridícula situación a la que dio lugar la exigencia de amateurismo durante décadas y décadas.
Acuérdense de Michael Robinson, nuestro entrañable Robin, que jugaba rugby y fútbol. En vez de un tuercebotas corajudo, podría haber sido un ocho de leyenda, pero tenía que ganarse la vida, y por eso escogió el fútbol.
Esta bien que la gente cobre un dinero por hacer un trabajo. Parece un cosa muy obvia, pero a finales de los ochenta, las rancias estructuras federativas aún eran refractarias a tan perogrullescas verdades. Ahora tenemos un problema en sentido contrario.
Diríase que la Federación solo trabaja en pro del profesionalismo. Diríase que solo recoge frutos allí donde abundan, y tiene un poco olvidada la promoción del deporte oval en regiones como la mía, que son tierra de misiones, y, a clubes de los más humildes, que apenas se tienen en pie, les exige requisitos que en nada se adaptan a las dificultades que tienen los menos pudientes para pagar campos, fichas, seguros y desplazamientos.
EMHO(*): el rugby profesional debería ser una fiesta de artistas que nace de la vitalidad del rugby de toda la vida: el de amigos.
Tener un mundial con profesionales está muy bien, pero es un rugby de mentirijillas.
Verán: los actores y actrices porno son verdaderos atletas que se toman el trabajo en serio y dominan la técnica, dando vida a un espectáculo de audiencia global, que está bien para quien le guste, pero ¿cambiarían ustedes el amor por el porno? Antes de que más de uno me responda que sí, que ya me lo huelo, les recordaré que psicólogos y educadores nos insisten en que hablemos con los jóvenes y les enseñemos a no confundir porno con sexo normal.
Pues con el rugby pasa lo mismo. El verdadero rugby es el que nace de la comunidad y de los valores del deporte, y no ese combate de cachalotes, y eso es lo que deberíamos enseñar a nuestra alegre juventud. El deporte como celebración de la vida y no la celebración de un espectáculo practicado por unos pocos que consagran su vida al deporte.
Personalmente abomino de la efímera fama (ahora la llaman viralidad) alcanzada por la anatomía sugerente de algunos guapísimos miembros del equipo de sevens. Y me parto de risa cuando celebramos la clasificación al mundial olvidando que ha hecho falta que el número de selecciones se amplíe para que nuestro rugby vuelva a esta cita, y olvidando que nos hemos perdido los dos últimos por no saber hacer las cosas bien y darnos a la chapuza y al tente mientras cobro.
Para esa clase de lector paciente que aguanta mis estúpidos recuerdos acerca de la mula que me pateó la infancia y mis obscenas comparaciones entre el rugby y el amor, me queda decir que Fuencarral Rugby celebra este sábado 24 de mayo un torneo de veteranos, con el concurso de varios buenos equipos.
Animo al aficionado experto y al bisoño a pasarse por el Campo de Tres Olivos para ayudarnos a obrar el milagro de siempre: el de un deporte de truhanes practicado por caballeros, con un público igual de chispeante que de educado, con toda la mística y el ritual, con las arengas de los capitanes, con los pasillos de aplausos, con los abrazos entre contrarios, con las disculpas educadas tras los inevitables golpes, con la hermandad y con el cristiano propósito de amar al enemigo en el tercer tiempo, con la buena comida y el buen bebercio, con ese público que está invitado a confundirse con los artífices del espectáculo y con el propósito de ayudar con nuestro empuje solidario a salir adelante a comunidades muy desfavorecidas. Damas y caballeros, esto es rugby, y lo demás son pelis de gladiadores.
(*) En mi humilde opinión.
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