A finales de los ochenta y principios de los noventa, los equipos de rugby seguían siendo como los Village People: un policía, un obrero, un indio, un vaquero, un motero… Los cuerpos eran cuerpos de gente trabajadora. Los había grandes y gordos, por supuesto, y pequeños, y flacuchos… de toda laya y pelaje. Lo de machacarse en el gimnasio no era la tónica dominante. El rugby seguía siendo eminentemente amateur y las pocas horas que los rugbistas eran capaces de detraerle a su trabajo y familia las invertían en jugar y divertirse. Era un rugby duro, a veces violento, pero era un deporte en contra de la tortura del gym. Había pelo, patillas, granos, pelotas y cuantas imperfecciones alberga el cuerpo masculino. Nadie se depilaba la pechera ni el entrecejo, ya se sabe, el hombre como el oso, cuanto más feo más hermoso.
En el verde reinaban los tipos más elegantes que ha visto el noble juego. Francia repartía champagne con los Blanco, Sella y compañía. Los all blacks jugaban aún su legendario rugby al revés, donde los delanteros desplegaban una fantasía de cruces, fintas y dummies cual si fueran tres cuartos y, viceversa, los tres cuartos percutían, placaban y ruckeaban como el mejor paquete de gordos. En Australia reinaba el mejor ala que ha visto el globo: David Campo Campese, con su inolvidable paso del ganso. Aquel tipo nada elegante que bien podrías confundir con el propietario de un desgüace jugaba ese rugby de Juan Palomo. Él se lo comía, él se lo guisaba y él solito rompía la cintura y ponía a bailar a todo aquel que se cruzara por su carril. Campo era Campo, y nadie le pone puertas al campo. Y en el mundo de habla española tenías una Argentina matagigantes, con una cuadrilla de tipos indomables siempre pringados de barro y de sangre, a excepción del diez, Porta: el futbolista. Ese tipo que se equivocó de deporte. Porta pensaba y ejecutaba el rugby con el pie como si en vez de medio apertura hubiera nacido mediapunta. Ponía el balón donde quería y dropeaba desde su casa. Y en España brillaba un XV de leyenda, com los Malo, Chupao, Bosco, Javichín, Azkargorta, Blanco, Massoni… Era una época de medios de melé Napoleón: chiquititos y cabrones. Nadie alcanzará la chulería vasca de un Díaz Paternaín ni la elegancia parsimoniosa de un Coco Torres Morote: ole con ole.
Andaba yo por el tercer tiempo de Fuencarral Veteranos, hablando de estas cosas de viejunos, supurando odio eterno al rugby moderno y pidiéndole a Paco, un sevillano elegante, como tiene que ser, que estaba dentro de la barra repartiendo bebida, un whisky de batalla, apto para aliñar Coca Cola, que el rico rico rico que me estaban ofreciendo no lo quería probar hasta lograr un partido con al menos un ensayo por el ala y un placaje defensivo de los que salvan otro, mientras le decía a Paco que Coco se acercaba al oval como andaluz de paso lento, con la elegancia de un mayoral de bravo, con la misma pausa y temple con que se venencia el fino de Jerez y va y me dice: Coco es amigo mío. Coño, le digo: ¿Coincidiste con él? Dile de mi parte que tiene admiradores en La Mancha y, vaya con Dios. Paco resulta ser el 3 de aquel paquete, y es campeón de DH con aquel legendario Ciencias. Y conoce y es amigo de todos esos monstruos: Ontiveros, Cecilia, los Torres Morote, Bosco… Y rememoramos juntos aquel partido en Sevilla donde arroyaron al Gernika y conquistaron el título. Paco se muestra algo nostálgico cuando se ve en la pantalla sin canas, empujando melés con la fuerza de un toro, comenzando desde la primera línea el rugby más alegre que ha visto la piel de toro. Y yo estoy tan emocionado que necesito otro White Label, pero da la hora del último metro y esa Cenicienta del rugby que soy yo tiene que volver a casa, llena de ilusión por tener la posibilidad de compartir el melón con tales excelencias. Así es un tercer tiempo de Fuencarral. Oro puro. Rugby y amistad. Lo mejor de la vida.
En el Campo de Tres Olivos juega Paco, juega Valerio, juegan Nahuel, Cyrile, Rapha, Iniesta, Krispy, Machaca… Y entrena al equipo Fernando López, un santanderino que da las voces de mando con juramentos rioplatenses: ‘así no, pelotudos’. En Tres Olivos se juega un rugby que ya no volverá. Un rugby fácil y alegre de padres de familia que se divierten juntos, alejado de la tensión competitiva del rugby de jóvenes. Los de Fuenca juegan al paso porque nada tienen que demostrar. Y su coaching es impagable. Enseñan con paciencia, premian lo positivo, se ríen de lo negativo, y, para el tercer tiempo, nada de macarrones pasados de mierda: escalopines al cabrales, tortilla casera, quesos escogidos, buenos caldos. Y para el postre, agua de fuego. Que esto es el rugby, señores. Deporte de caballeros y de damas de piquito fino y formas educadas.
Me queda por decirles que Fuenca tiene la mejor sede que he visto: un bareto con ínfulas de pub irlandés repleto de recuerdos de rugby. Un museo. Y si quieren conocer el ambiente y donar a una buena causa (ITT Foundation, ayuda a colectivos desfavorecidos en España y Gambia), vengan a ver el torneo de veteranos que organizan el próximo día 24. Cada cerveza y cada tapita ayudan a conseguir un mundo mejor y mas humano. Lo dicho: viva el rugby viejuno.
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